Este es un fragmento de una carta que tuvimos oportunidad de acercarle a Eduardo Galeano hace algunos años:
Hace no mucho, tampoco tan poco, cerca de un lugar al que el poeta Homero, el otro Homero, el Manzi, bautizó como Sur, una chica-fueguito y un chico-fueguito decidieron tener una aventura de libros. En su barrio de Buenos Aires, Boedo, no había una librería de libros. Había librerías papeleras, de esas que te venden el cuaderno y la birome, y tal vez algún libro para pintar. Había kioscos de diarios, que también podían venderte algún libro de moda rápida. Había muy esporádicas mesas de saldos, a veces en alguna esquina, a veces en algún pequeño local alquilado por demasiado poco tiempo. Incluso había libros en el supermercado, justo al lado de la góndola de lámparas incandescentes. Pero no había una librería de libros. Uno de esos fragmentos de la Biblioteca de Babel –de esos que tanto abundan en otras zonas de Buenos Aires–. Uno de esos espacios que, por cobijar a tantos seres apalabrados y dibujados, brindan una calidez de multitud silenciosa. Decenas de estantes con peso específico, con miles de libros de innumerables formatos y colores, plagados de imágenes, colmados de millones de oraciones capaces de contar historias o exteriorizarnos ideas. Libros-estímulo. Uno de esos sitios en donde, por mezcla de azar y elección, podés toparte con un libro capaz de darte vuelta el corazón. O la cabeza.
La chica-fueguito y el chico-fueguito sentían esa ausencia. Ellos eran amantes, entre sí, pero también de-con-sobre-ante-tras los libros: – ¿Qué nos pasó en Boedo que, con tanta tradición literaria y discursiva a sus espaldas, perdió sus pequeños universos de tintas y papeles?
También, la chica-fueguito y el chico-fueguito, estaban cansados de su rutina laboral, de las chatas perspectivas, de los proyectos siempre inconclusos. Comprendieron, entonces, aunque no sin miedo, no sin ansiedad, no sin timidez, que querían construir una humilde sucursal de la Biblioteca de Babel en su territorio. Y así empezaron a soñar.
Y con el sueño, que siempre es un poco mentiroso, también empezaron a bocetar, a diseñar, a proyectar. El vino acompañaba a las líneas de fuga de ese sueño, se hacían oraciones potentes, exclamaciones optimistas, arengas a la acción. Pero le escapaban a la quimera. Querían que cada racimo de ese sueño-vino se pudiera plasmar en algo real y continuo, así como el vino se sostiene en el tiempo por los ciclos del viñedo. No era fácil. Las condiciones materiales de existencia de la chica-fueguito y el chico-fueguito no lo favorecían. Pero el sueño era poderoso, y sabemos que los sueños poderosos llegan a mover montañas de impedimentos.
Decidieron un nombre. Y empezaron entonces a definir identidades. Decidieron que trabajarían libros de todo tipo, pero la energía central la pondrían en literatura y ciencias sociales de Argentina y América Latina. Y que también harían buen foco en los libros infantiles y juveniles. Los amigos-fuegos nunca faltaron.
Un día, como otro, abrieron por primera vez la puerta de su librería, allí en Boedo, cerca del Sur. Entró entonces su primer cliente-fueguito. Había aún muy pocos libros. Se veían en una rápida, rapidísima pasada. Sin embargo el cliente, un hombre-fueguito del barrio, no tardó en decidirse, y con un rápido movimiento alzó su libro. Se podría decir que ya sabían que se encontrarían, ellos, el hombre-fueguito y el libro-fuegazo. El primer libro que vendieron la chica-fueguito y el chico-fueguito en la recientemente abierta librería del barrio de Boedo fue Las venas abiertas de América Latina, del fogón-Eduardo Galeano. Un simbólico augurio de buenos momentos por venir, de sueño realizándose, de camino en marcha.
Ahora, que este fogón se ha ido, nos quedará por siempre su calor.
Éste es nuestro sentido posteo en su recuerdo.
¡Larga vida a tus palabras y dibujos, Eduardo Galeano!
Y GRACiAS.